Ahora que estoy viviendo todo lo que supone cuidar a quienes siempre te cuidaron, veo que no existe un proceso más profundo de revisión de nuestra masculinidad que afrontar esa vulnerabilidad e interdependencia
En su último libro, la periodista Mariola Cubells explica cómo las mujeres de su generación fueron las primeras de este país que no quisieron tener unas vidas como las de sus madres. No tengo yo tan claro que los hombres de esos años hayamos tenido un propósito similar con respecto a nuestros padres. Es evidente que nada tiene que ver, por ejemplo, el ejercicio de paternidad presente que muchos hombres estamos asumiendo con la ausencia generalizada de los padres de antaño. Sin embargo, los datos nos siguen demostrando que las mujeres dedican más tiempo a los trabajos de cuidado, que siguen ocupando mayoritariamente los contratos a tiempo parcial o que en un 84% son las que solicitan excedencias para el cuidado de hijos. A lo anterior habría que sumar cómo todavía hoy los trabajos que implican cuidar continúan siendo los más precarios y menos reconocidos social y económicamente, estando buena parte de ellos en manos de mujeres migrantes que forman parte de unas intolerables cadenas globales de explotación.
Junto a los abundantes datos que nos demuestran que el originario contrato sexual ha sido solo ligeramente erosionado, es también cierto que son las mujeres quienes continúan asumiendo la carga mental y emocional de los cuidados, ante la ausencia en nosotros de una conciencia parental que nos haga superar al fin el papel de ayudantes y nos haga corresponsables en la esfera privada. Todo ello en un contexto cultural que continúa alimentando la culpa de las “malas madres”, a la que ahora, en un sospechoso reverso, se suma “la mística de las nuevas paternidades”. Esa que ocupan portadas y reconocimiento, de tal manera que los hombres seguimos ocupando ese lugar que con tanta clarividencia nos asignara Josep Vicent Marqués hace décadas: el de la importancia.
No es habitual, sin embargo, ver a hombres cuidando de personas mayores y dependientes. Pese a que cada vez tenemos una población más envejecida, lo cual constituye uno de los grandes retos sociales del siglo XXI, apenas leemos reflexiones, testimonios o propuestas de hombres igualitarios que estén asumiendo la responsabilidad que implica cuidar de un viejo o una vieja. Un trabajo física y emocionalmente mucho más intenso y complejo que el de cuidar a un niño o una niña, y al que todavía hoy se dedican mayoritariamente las mujeres, bien en nombre de una visión romántica y explotadora del amor, bien como única salida laboral para tantas que no tienen acceso a otras opciones laborales.
A estas alturas de mi vida, cuando ya estoy viviendo de manera cercana todo lo que supone cuidar a quienes siempre te cuidaron, empiezo a darme cuenta de que no existe un proceso más profundo de revisión de nuestra masculinidad que afrontar ese reconocimiento de vulnerabilidad y de interdependencia. Dos presupuestos que los hombres de verdad siempre hemos esquivado, ya que suponían poner en cuestión nuestro estatus omnipotente. Cuando nos convertimos en padres de nuestros padres, y de nuestras madres, no tenemos más remedio que asumir el cuerpo que negamos, las emociones de las que huimos y la estúpida fantasía sobre la que construimos nuestra individualidad. Justamente por ello creo que, junto a la vindicación de que los cuidados se conviertan en el pilar esencial del Estado social, los hombres empeñados en desmontar una masculinidad que genera tantos monstruos deberíamos poner el foco en la vejez.
Deberíamos empezar a cuestionar de qué manera vamos a acompañar a nuestros padres y madres en ese difícil equilibrio que supone cuidar respetando siempre la autonomía de la persona cuidada. Sería una manera de incorporar a través de la praxis, y no solo de los discursos, la ética del cuidado sin la cual no será posible un nuevo pacto de convivencia. Hasta que asumamos de verdad todas las responsabilidades que ello supone, incluidas las afectivas y emocionales, la crianza paritaria, como acertadamente explica Darcy Lockman en su libro Toda la rabia, seguirá siendo un mito. Y las mujeres seguirán arrastrando pesadas mochilas que le restarán opciones de plena ciudadanía. Ojalá nuestro compromiso, de momento inédito, con el cuidado de nuestros padres y madres sea la llave definitiva que nos permita reconciliarnos con esa parte de humanidad que siempre nos negamos. Algo mucho más profundo, y sin duda político, que reclamar una medalla el 19 de marzo.